Hay dos circunstancias que condicionan el estado del arte cinematográfico hoy día. Una es la multitud de impactos y referencias audiovisuales de todo tipo que recibimos a diario: publicidad, vídeos de Internet, películas, videoclips, series… La otra es el descenso en la capacidad de financiación de una obra debido a la crisis económica y el cambio de hábitos del público con la llegada de Internet. Por emplear una metáfora propia del medio, se han abierto más ventanas de distribución pero son más pequeñas, de consumo más rápido y efímero.
Estas circunstancias marcan el tipo de cine que se hace. Del mismo modo que la aparición de los bolígrafos o la máquina de escribir condicionó la literatura, permitiendo visiones más personales de la realidad y relatos más extensos y detallados, la escasez de medios para la creación y su vertiginoso consumo una vez finalizada la obra conduce a los cineastas a dos tipos de filme, a dos modos de plasmar la realidad en imágenes. Uno es transitar por la delicada frontera que hay entre el documental y la ficción, algo que puede constatarse en obras tan dispares como la del tailandés Apichatpong Weeserethakul o las películas adscritas al found footage. La segunda es la mezcla de géneros, las mutaciones, el mestizaje. Aprovechar el cóctel de referencias que el público reconoce para crear algo nuevo, combinando en la misma cinta ciencia-ficción y melodrama, terror y comedia, western y gore, denuncia social y musical. Películas como Interstellar, Welcome to Zombieland, Bone Tomahawk y Amanece en Edimburgo, respectivamente, pueden ser ejemplos de esas mezclas.
Urban Hymn puede inscribirse con orgullo en ese apartado donde dos géneros se han fusionado de manera orgánica, natural, aportándose recursos mutuamente y consiguiendo una narración tan estimulante como emotiva.
Cartel
Crítica
Probablemente parte del buen funcionamiento de ese engranaje entre dos géneros lo tenga el guión de Nick Moorcroft, la historia de dos delincuentes en permanente estancia en centros de acogida donde entra una trabajadora social dispuesta a redimir a algunos de los adolescentes que allí habitan. Una historia con tres personajes femeninos bien definidos, con conflictos personales claros y un arco dramático tan verosímil como eficaz, sin ahorrarle al espectador ni una pizca de aspereza.
Pero sin duda es el veterano realizador Michael Caton-Jones, artífice de algunos grandes éxitos en los 90, quién da una lección de cine en esta película. Comenzando con una vibrante secuencia found footage que ilustra la participación de las dos chicas en los disturbios antisistema de Londres en 2011, logra que el filme transite hasta el musical más emotivo sin distorsiones de ningún tipo amoldando los tipos de plano y movimientos de cámara a la progresiva redención que la música consigue en una de ellas.
El experimento no podría haber funcionado sin tres interpretaciones más que notables. La de Shirley Henderson, que en cierto modo repite su papel en la gran miniserie Southcliff, encarnando magníficamente la fragilidad envuelta en determinación de su personaje. La impresionante Isabella Laughland recreando con enorme fisicidad a una delincuente tan perdida y falta de afecto como peligrosa. Y a la excelente Letitia Wright, que controla a la perfección la intensidad en la interpretación de su personaje para adecuarlo al momento vital y la transformación personal que vive en cada secuencia.
Urban Hymn es una película que se disfruta en cada momento de su visionado al lograr una simbiosis de dos géneros sin ambages: ni ahorrando crudezas ni cayendo en sentimentalismos ni emociones fáciles. Un ejemplo del estado del arte cinematográfico, del cine que se puede hacer hoy día para atraer a todo tipo de público, de cualquier país, en cualquier ventana de distribución y a un coste de producción bajo (3 millones de euros).