Que el actor que fijó en la memoria de una generación el físico de Superman, Christopher Reeve, acabase sus días relegado a una silla de ruedas alimentó a quienes entienden la existencia como un juego de compensaciones planetarias.
Lo mismo podría aplicarse a la sorprendente frecuencia con que el Alzheimer azota a políticos españoles. Quizá esa frecuencia no sea mayor ni menor que en otras profesiones, pero al igual que con la paraplejia de Reeve, da lugar a jugosas interpretaciones. La memoria de Jordi Solé Tura, Pasqual Maragall y ahora Adolfo Suárez ha sido arrasada por una enfermedad degenerativa, un desgaste del funcionamiento del cuerpo humano que no dá más de sí ante el aumento de la longevidad.
Y en ese juego interpretativo porqué no relacionar la pérdida de la memoria de nuestros políticos con el desconocimiento que los españoles demostramos del funcionamiento más básico del estado. La separación de poderes, la presunción de inocencia, el desempeño de organismos como el Tribunal Constitucional, el Supremo, el Senado o el Ejército, qué responsabilidades y deberes tiene un delegado del gobierno, un embajador o cómo se tramita una nueva ley en las cámaras españolas se ha convertido en algo tan ignoto para un español medio de 35 años como la explicación del bosón de Higgs.
Alguna responsabilidad de ese desconocimiento la tiene el cine hecho en España. Mientras que en países como Francia, Italia y, evidentemente, Estados Unidos, el cine sobre su política e historia reciente no es habitual pero sí razonablemente esporádico, el cine español no ha sabido catalizar la actualidad histórica del modo cinematográfico más elemental. Algo que no ha sucedido en la literatura, que ha dado obras como Anatomía de un instante de Javier Cercas, o Crematorio de Rafael Chirbes, por señalar dos significativas; o en el teatro, con la obra El encuentro de Luis Felipe Blasco Vilches.
Si bien se han realizado telefilms sobre las figuras de la Casa Real o ciertos políticos, estos han sido casi siempre como biografía sentimental y no bajo la dialéctica del análisis-síntesís y el alcance estético que una obra cinematográfica puede aportar. Fruto de ello es algo tan pueril como que cualquiera podemos describir con mediana precisión el despacho oval, pero casi nadie sabríamos decir el color del despacho en Moncloa del Presidente del Gobierno o dónde tiene ubicada la mesa respecto a la ventana. Saber el nombre de uno sólo de los componentes del Tribunal Constitucional ya sería merecedor de premio.
Sin embargo, esa escasez de largometrajes que nos muestren quiénes fueron y qué ha sucedido en nuestra historia reciente se incrementa en cuánto aparece el matiz sentimental. Los documentales Bucarest, la memoria perdida (Albert Solé, 2008) o Bicicleta, cuchara, manzana (Carles Bosch, 2010) daban cuenta sin ambages del recorrido vital y la enfermedad de Solé Tura y Maragall, respectivamente. Y aquí los amantes de las interpretaciones podemos seguir deduciendo que el cine español está tan incapacitado para el análisis y el storytelling de su Historia como para el gran espectáculo, pero encuentra más disponibilidad si se puede arrancar una lágrima a la platea. ¿No hay cierto desprecio hacia el público en esa preferencia?
Escuchar en algunos jóvenes valoraciones históricas como que la conquista española destruyó la armonía de los pueblos indígenas sudamericanos; la inutilidad actual de las Fuerzas Armadas, o que la Transición fue una pantomima para perpetuar el franquismo en las estructuras de poder hasta nuestros días… causan el mismo estupor que las predicciones a portagayola telefónica del vidente Sandro Rey.
Es muy probable que el coste para acometer ciertos proyectos los haga inalcanzables, o que la falta de valentía y visión de largo alcance de nuestros productores y cineastas lo impida y, porqué no, cierto rechazo del público ante representaciones de la historia reciente que son fácilmente interpretadas como manipulaciones de una u otra ideología. Sólo el terrorismo de ETA ha logrado ser transversalmente una fuente de ideas para algunas películas, pero es notable constatar que en España no se haya hecho aún ni una sola película de ficción sobre Cervantes, Quevedo, la Transición, Severiano Ballesteros, Miguel Induráin, Ferrán Adriá, la pionera aprobación del matrimonio homosexual u otros mil temas jugosos para un artista ávido de alicientes.
Y sin duda, de la escasez de ese cine nace buena parte del desconocimiento de nuestro propio carácter, nuestra falta de memoria reciente o la incomprensión de cómo funciona un estado de derecho y la capacidad de valorarlo con un mínimo juicio.