En 2010 los asistentes al Festival de Sitges mirábamos con curiosidad al finalizar la proyección de Monsters quién estaba detrás de aquella cinta que en unos escuetos 80 minutos defendía un discurso sólido, concreto e inusual sobre la naturaleza del amor y el amor en la Naturaleza. Parece que esa curiosidad también se dió en los productores que buscaban revivir, una vez más para la generación recién llegada a los cines, la franquicia de Godzilla.
Godzilla fue una criatura nacida en el cine japonés tras el ataque nuclear que reúne el horror por las mutaciones radioactivas con el espíritu de renovación que late en su cultura milenaria, muy visible incluso en conocidas ceremonias como Shikinen Shengu. Que en los monstruos de Gareth Edwards palpite un estremecedor vínculo con el planeta, acreditaba a su director para presentar al Godzilla tradicional que defiende Tokio de ataques externos y desatinos humanos nuevamente al público occidental, que sólo había conocido su dimensión destructiva de la mano de Roland Emmerich en el 98.
De este modo, en esta nueva versión es el personaje interpretado por Ken Watanabe quién vincula al Godzilla japonés con el adaptado a la cultura occidental, una criatura en latencia que surge cuando una amenaza resulta insalvable para el humano, aunque haya sido provocada por él mismo. Queda de nuevo fijada la idea new age de la Tierra como ser vivo que reacciona ante nuestros desmanes, sintetizada en una criatura que une en su fisonomía las pétreas montañas, el hábitat marino y el azulado fuego estelar de su interior. Un Clint Eastwood planetario obligado a soltar un par de hostias de vez en cuando para restaurar el equilibrio si la cosa se nos escapa. Cómo interpretar si no ese amenazante rugido final a lo Sin perdón antes de volver a su refugio ancestral tras extinguir a sus contrincantes: “No se os ocurra maltratar este planeta porque volveré y os mataré a todos, hijos de perra”.
Pero como muy acertadamente ha señalado Jonay Armas en su crítica de La butaca azul, la cinta de Edwards tiene un grave problema de convivencia entre las dimensiones de los relatos que la componen. Mientras que las secuencias monstruosas gozan de gran creatividad en la puesta en escena e inteligencia en su progresión, fruto de lo ya recorrido en Monsters por su director y gracias a la injustamente despreciada ingeniería hollywoodiense, las secuencias humanas irritan en su función vehicular y explicativa al acudir a situaciones trilladas y personajes sonrojantes que dejan colgados a actores tan solventes como Bryan Craston, Juliette Binoche o David Strathairn, y en entredicho las proyecciones profesionales de Aaron Johnson y Elizabeth Olsen.
No obstante Godzilla funciona muy gratamente como espectáculo evitando la acumulación en la que cayó la cinta previa de Emmerich o los Transformers de Michael Bay, con los que comparte esa alianza monstruo-humano, y cuidando al máximo la progresión de lo mostrado, lección también aprendida por Guillermo Del Toro en su más que evidente versión de Godzilla, la interesante Pacific Rim (2013).
Ahora queda comprobar si el regreso de Godzilla sirve también para dar oportunidades a un cineasta con una visión poco frecuente del ser humano respecto a su entorno natural, la de quién siente un terror ignoto ante su presencia pero se asombra al saberse parte de esa enormidad, tal y como sentimos a través de las gafas del protagonista en la magnífica secuencia del descenso en paracaídas. Esa visión que nos hizo buscar su nombre tras la proyección de Monsters en 2010.
Todas las fotografías son propiedad de Legendary Pictures.