Dijo Woody Allen en una entrevista que el “prefería el cine de Ingmar Bergman pero es más Charles Chaplin”. Sin duda esa afirmación se refería a la vertiente cómica de su cine, porque la mítica exigencia de Chaplin a la hora de rodar, repitiendo secuencias durante meses, está lejos de la norma de trabajo de Allen en las últimas décadas.
Resulta incuestionable la tenacidad del cineasta neoyorquino en su afán por facturar una película anual, sobre todo a su edad. Pero está cerca de convertirse en la triste excepción a la maestría que se obtiene en un oficio al ejecutarlo impenitentemente durante años.
El cine de Woody Allen se está volviendo, si no lo es ya, insufriblemente repetitivo. Goza de un prestigio, especialmente en Europa, que se ha empeñado en dilapidar escribiendo y dirigiendo sin cesar películas anodinas que apenas son salvadas por repartos de lujo y el trabajo de prestigiosos técnicos que las facturan.
Wonder Wheel no escapa a esa trágica tendencia.
Cartel y fotos
Crítica
En esta ocasión Allen nos ofrece un texto dramático con aires de Tennesse Williams y Eugene O’Neill escrito y dirigido con la misma intensidad e intención que la obra de fin de curso en un colegio de secundaria.
Ni la asombrosa fotografía de Vitorio Storaro ni la interpretación de Kate Winslet salvan del más mortecino aburrimiento este drama que ilustra la vida de una cuarentona camarera en Coney Island contemplando como su vida gira alrededor de un drama repetido que sólo puede superar recurriendo al autoengaño y la ficción.
Sin sus toques de humor característicos y desaprovechando una estructura narrativa que coloca al personaje de Justin Timberlake como metanarrador, Allen nos factura una de sus obras menos interesantes. La resolución de un encargo que parece haberse quitado de encima con pereza y desidia, como un vulgar trabajador temporal de sí mismo.