Que un cineasta decida hacer una trilogía bajo estos títulos como productor, director y guionista implica que ha asumido su madurez creativa. En el caso de Ulrich Seidl no puede ser de otra manera, pues tanto su estilo como temática es recurrente en su obra. Y eso que la obra de Seidl no se caracteriza por ser especialmente brillante ni en fondo ni en forma, a pesar de sus premios en festivales, sino porque su forma de mirar lo cotidiano resulta a la vez incómoda y fascinante, exenta de pudor y cargada de significado.
En la trilogía Paraíso se observa esta mirada desde el propio título y carteles de las películas, todos cargados de ironía. En ellas no se narra otra cosa que las vacaciones de una madre austríaca en Kenia (Paraíso: Amor), la predicación por las casas vienesas de su beata hermana (Paraíso: Fe) y la residencia en un campamento para adelgazar de su hija adolescente (Paraíso: Esperanza). Y aunque ninguno de estos hechos pudieran ser a priori dramáticos, el estilo depurado de Seidl los transforma en un pedazo del infierno.
Seidl, como realizador, maneja un único y depurado recurso: el encuadre frontal fijo y simétrico de la puesta en escena. Como guionista tampoco es un virtuoso: todas las secuencias transcurren en una sola estancia donde los personajes entran, sucede la acción o el diálogo, y se marchan.
Sin embargo, ambas elecciones narrativas (o artísticas) no son fortuitas. Y mucho menos erróneas. Todo lo contrario. Seidl consigue aquello que quiere, que el visionado se convierta en el extraño espectáculo de asomarte a una vida ajena como a través de una ventana abierta. En base a esta depuración estilística el autor desaparece, dejando al espectador mirar y enjuiciar sin estorbos la patética vida de sus protagonistas. Y qué vida, vista de cerca, no es patética.
El conjunto de la trilogía ofrece una visión que no es novedosa: demostrar que los beneficios de nuestra sociedad, el llamado estado del bienestar, produce también daños importantes en quiénes lo habitamos. Un país tan próspero como Austria, algo que se constata en las imágenes de las tres cintas, no resulta ese paraíso pretendido que nos hace más fácil la existencia. Ese mundo aséptico, lleno de corrección, facilidades y comodidad que hemos creado termina despojándonos de las herramientas más básicas para forjarnos como personas: comprender nuestra felicidad (Amor), afrontar grandes desgracias personales (Fe) o gestionar nuestros sentimientos y desarrollo personal (Esperanza).
Es probable que Paraíso: Amor sea la más interesante de las tres, simplemente porque a su desarrollo añade el factor de la vida de los kenianos que se prostituyen con las sugarmamas europeas. Pero en todas es destacable el brillante juego de espejos entre la profesión o actividad principal de la protagonista y la carencia que rige su caracter. En Amor, Teresa es una cuidadora de disminuidos a los que ofrece soporte y afecto; algo que ella es incapaz de conseguir respecto a si misma. En Fe, Anna Maria es asistente de radiología, visualiza el interior de los cuerpos para encontrar dolencias… pero ella no logra ver y asumir lo ocurrido en su interior tras el deterioro de su matrimonio. En Esperanza, Melanie es una adolescente que no para de hablar con sus amigas, sobre todo a través del móvil; sin embargo, no logra pronunciar una palabra cuando se encuentra frente a la persona amada o tiene que expresar sus sentimientos.
Ulrich Seidl ha documentado en esta trilogía la decadencia, la fragilidad humana a la que conduce la prosperidad del primer mundo. No es la primera vez, ni será la última que lo veamos en el cine, aunque los síntomas de este problema sean a veces difíciles de reconocer. Sin embargo, ya van quedando obras singulares al respecto, como la va a ser esta trilogía o la que quizá pueda ser el mayor exponente hasta el momento, la extravagante y genial película de Giorgos Lanthimos Canino (2009).