El cómico británico Richard Ayoade debuta en la dirección con Submarine (2010), adaptación de la novela homónima de Joe Dunthorne quién también ha colaborado en el guión. Sorprende encontrar a Ben Stiller en la producción, sobre todo porque Submarine se aleja mucho del tipo de películas en las que estamos acostumbrados a verlo.
En la cinta se relatan las peripecias vitales de Oliver Tate (Craig Roberts), un adolescente inadaptado, enamorado de una chica con tendencias pirómanas (Yasmine Paige), e incomprendido por sus padres, un científico marino propenso a la depresión (Noah Taylor) y una madre neurótica (Sally Hawkins).
Al igual que Gregor Samsa, el protagonista de La metamorfosis de Kafka, que despertó un día convertido en insecto, todo adolescente se despierta un día convertido en un “bicho raro” a medio camino entre la ingenuidad infantil, la efervescencia hormonal de la adolescencia y la supuesta sensatez de la madurez. En medio de ésta encrucijada conocemos a Oliver Tate que se encarga de mostrarnos el complejo universo en el que vive mediante la narración en primera persona.
La fuerza interpretativa recae casi exclusivamente en los dos actores protagonistas. Alrededor de ellos, Ayoade dibuja un universo de marcados rasgos “indies” en el que se combinan adolescentes ataviados con uniformes de colegio grises y apagados, lunáticos post-hippies (como el personaje interpretado por Paddy Considine, director de Redención (Tyrannosaur, 2011), recuerdos grabados con cámaras Super8 o capturados en polaroids, y música grabada en casetes.
Las reminiscencias cinematográficas y literarias se suceden. El guardián entre el centeno de J.D. Salinger (1951) y Los 400 golpes de Françoise Truffaut (1959) son los más evidentes. Las comparaciones con el clásico de la Nouvelle Vague van más allá de la mirada inicial que Oliver Tate brinda al espectador. Al igual que Truffaut perfiló con maestría la problemática del paso a la vida adulta de Antoine Doinel, Ayoade hace lo propio con el protagonista de Submarine, aunque ésta vez el punto de vista sea más cotidiano, menos opresivo y trascendental. Así, la atracción y el interés que suscitan la muerte, el amor y el sexo, centran la narración desde un punto de vista mucho más simple que en el clásico francés, pero igualmente interesante.
El relato conserva la estructura de la novela y aparece dividido en prólogo, tres partes y epílogo. Esta peculiaridad marca el ritmo de una cinta en la que la estereotipación y caricaturización de los personajes, al igual que ocurre con el marcado uso del color y los constantes juegos de cámara (ralentización de la imagen, congelación de encuadres…), se convierten en puntos clave para crear una atmósfera cargado de nostalgia y toques ochenteros. Técnicas que conjugan a la perfección con el marcado acento británico de la cinta y convierten al espectador en cómplice del relato.
La banda sonora de Andrew Hewitt alcanza su punto álgido con las composiciones musicales escritas e interpretadas por Alex Turner, líder de la banda de rock británica Arctic Monkeys. El realizador ya había trabajado con el grupo en un documental sobre la banda y en varios de sus videoclips (entre ellos, Cornerstone). La lánguida e inconfundible voz de Turner y sus ácidas y cuidadas letras se convierten en un elemento narrativo más, en completa simbiosis con la cinta.
Una película alejada de los cánones del cine adolescente americano, que mejora el punto de vista sensiblero y cursi que planteaba Restless (Gus Van Sant, 2011), sin caer en el baboseo constante de The French Kisser (Riad Sattouf, 2009). Un relato elegante con el que Richard Ayoade ha cosechado el éxito de público y crítica.