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Crítica REINA Y PATRIA (2014)

John Boorman continua su autobiografía con una mirada inteligente y vitalista sobre el paso a la madurez.

Crítica de Reina y patria - John Boorman

John Boorman es un director de carrera interesantísima. Británico de nacimiento aunque afincado en Irlanda, trabajó en Hollywood unos años gracias a la amistad que le unió al actor Lee Marvin, al que Boorman cita como su mayor influencia cinematográfica.

Tras regresar al Reino Unido, Boorman rueda con regularidad hasta cosechar su primer éxito con Deliverance (1972), lo que le lleva a ser requerido durante los 70 para proyectos más ambiciosos como adaptar la trilogía de El señor de los anillos o realizar la secuela de El exorcista. El primer proyecto se malogró por las dificultades que entrañaba, aunque algunas ideas del realizador para poner en imágenes los libros de Tolkien están en su película Excalibur (1981). El segundo proyecto salió adelante, resultando un tremendo fracaso reconocido por el propio Boorman. Se trata de El exorcista II: El hereje (1977).

Cartel

Reina y patria - Poster

John Boorman: Una biografía puesta en imágenes

Boorman es realizador, guionista y productor de la mayoría de su obra por lo que no es de extrañar que haya afrontado su autobiografía en sus películas. Esperanza y gloria (1987) es la primera de ellas, un relato sobre su infancia, la de un niño de 10 años en el Londres bombardeado por los nazis durante la II Guerra Mundial que vive la guerra con menos drama que la intensidad con la que descubre el mundo.

Ahora recibimos esta Reina y patria (2014) como una cabal continuación de esa cinta del 87. De hecho, la primera secuencia de ésta no es otra que aquella del filme anterior donde el protagonista celebraba con algarabía la destrucción de su colegio junto a sus compañeros tras un bombardeo. Un encadenado, recurso cinematográfico poco frecuente en el cine actual, transforma ese niño en un adolescente que vive con su familia en una peculiar isla del río Támesis, justo cuando está empezando a fascinarse por las chicas y el cine.

La llamada militar saca de este entorno casi idílico al protagonista interpretado por Callum Turner para recluirlo en un campamento donde la afición al cine le hace trabar amistad con Percy (Caleb Landry Jones). La disciplina y un amor platónico con la enigmática Ophelia (Tamsin Eggerton) marcarán la estancia militar y su experiencia vital esos años.

Fotos

Crítica

La utilización de ese encadenado para abrir la película no es gratuito. Boorman marca en ese momento el tono estético y cinematográfico de la cinta, de modo que traslada al espectador al cine que se hacía en los años 90, creando una unión perfecta con su predecesora, Esperanza y gloria.

Esta decisión de Boorman es, sin duda, un acierto, aunque puede resultar desconcertante para espectadores del siglo XXI. El adjetivo “viejuno” puede aparecer en algunas opiniones ante la brillante recreación del ambiente de la época y de la narrativa elegida por el director para continuar con su relato autobiográfico. Lejos de ser anticuado, Boorman construye -tal y como hizo con Esperanza y gloria– una narración vitalista y sobria, donde las dificultades son superadas por sus protagonistas en base a la comprensión que alcanzan de los hechos sucedidos en la trama y que comparten con el espectador.

La contradicción interna de las personas, la interpretación de los hechos según intereses, la diversidad de caracteres y las clases sociales estancas son descubiertos por el protagonista hasta modificar su carácter y madurarlo, logrando entender su posición en el mundo. La disciplina militar y la amenaza de ir al frente son en esta película un acelerador de la experiencia, el caldo de cultivo donde su protagonista podrá entender con mayor nitidez la naturaleza de lo que le rodea.

Boorman no pretende hacer en ningún momento un ejercicio nostálgico entre generaciones, entre lo que fue su juventud y la actual. Más bien al contrario. Su inteligente narración lleva al espectador a la conclusión de que los jóvenes, en cualquier época, no son más que extraterrestres en un mundo que no entienden, que no les corresponde, el de los adultos, y al que sólo pueden responder mediante el enfrentamiento.

La juventud es ausencia de límites, ruptura de normas y ambición desmedida, mientras que la madurez es conocimiento, renuncia y asunción de limitaciones. Esa sutil transformación es la que captura Boorman con su cámara, una cámara que vemos detenerse en la última secuencia, cuando el protagonista acepta su condición social, su vínculo familiar y una relación con una chica real con la que probablemente formará una familia, lejos del amor platónico perseguido e inalcanzable. Es ahí cuando el motor de la cámara se detiene, porque es quizá ahí también, en ese momento al final de la juventud, cuando termina realmente nuestra vida.

Tráiler

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