
El cine, como arte, trata en su esencia de captar la realidad como ninguna otra disciplina puede hacerlo. De ahí que Jean Cocteau dijera que el cine “consistía en filmar a la muerte trabajando” por su virtud de atrapar momentos irrepetibles. Aún sabiendo que una secuencia es filmada varias veces, cada una de ellas es diferente. Y es el trabajo del director, de los buenos directores, saber qué toma es la válida, cuál es por la que transita un mayor torrente de verdad, de realidad. Y también saber cómo conseguirla, cómo provocarla.
En 1992 Víctor Erice realizó El sol del membrillo, probablemente una de las más bellas y afinadas reflexiones sobre el cine como fijador de lo efímero, como epitafio de lo evanescente. En sus imágenes el pintor Antonio López luchaba por plasmar la luz del sol sobre un fruto a una hora concreta del día. López se enfrentaba a la meteorología, los materiales, las interrupciones, al paso del tiempo y las estaciones, incluso a sus propios errores, para lograr poner en el lienzo ese fugaz momento que podía ver algunas mañanas sobre el árbol del patio de su casa. Erice usó su cámara para, a su vez, fijar de un modo indeleble otra luz sobre un fruto, la de la inspiración del pintor sobre el lienzo. Ambos, López y Erice, cada uno en su disciplina artística, ensamblados en un diálogo sobre el arte y la vida, ensimismados en atrapar a la muerte haciendo su trabajo. En plasmar siquiera al menos, una porción de realidad, de verdad.
Crítica
El cineasta Andrés Duque, en lo que puede considerarse su tercer largometraje, se marchó a Rusia para grabar unos días al pianista Oleg Karavaychuk, un niño prodigio que tocó para Stalin y que en la actualidad es la única persona en el mundo autorizada para entrar libremente al Museo Hermitage y tocar “el piano de oro”, el piano que perteneció a los últimos zares.
A Duque le bastan unas 15 secuencias y 70 minutos para conseguir un milagro. No importa si sabes de antemano quién es Oleg, eso es indiferente. Ante tus ojos vas a ver a un anciano frágil y estrafalario que habla con un hilo de voz y camina ensimismado por los bellos pasillos del Hermitage portando en su interior la esencia misma del arte.
Da igual que Oleg hable del pasado, toque el piano, lamente la pérdida de un abeto, diserte sobre la tela de las camisas o se quede dormido después de comer en una cafetería, probablemente la secuencia más extraordinaria que va a filmar Duque en toda su vida. En todo lo que hace Oleg supura la realidad, lo irrepetible, la verdad. En todo lo que hace se vislumbran décadas de reclusión interior dedicados a encontrar la belleza, lo único, eso mismo que es capaz de plasmar en cuanto posa sus manos sobre las teclas. Sin partituras, sin público, con los ojos cerrados, para si mismo.
Oleg lucha frente al piano como López lo hacía frente al lienzo para arrancarles ese pedazo de autenticidad, de puta y escurridiza realidad, a sus melodías. De la verdad que lleva años atisbando en su aislamiento interior con sus dosis diaria de consonancias y disonancias. Y la expresa en cada frase que dice o pulsa sobre las teclas. Sin estrategias, sin intermediaciones, sin armonías apacibles, sin mercantilismo. Y Duque, como Erice, está allí para ser notario de lo que jamás volverá a repetirse.
Duque es poco sospechoso de haber sido regalado por la casualidad con las imágenes de Oleg y las raras artes. Toda su obra, aún corta, gira alrededor de esa búsqueda, de ése alcanzar la esencia del cine como arte. Se dio a conocer con Iván Z (2004), extraordinario documental sobre el autodestructivo talento del cineasta Iván Zulueta. Al igual que en esa cinta hizo con un Zulueta casi de cuerpo presente, Duque remueve los últimos rescoldos de Oleg Karavaychuk para lograr sellar en imágenes eternas unos momentos irrepetibles de su vida, apagada en junio de este año.
Larga vida en nuestras retinas, Oleg.
Tráiler
