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Crítica MISTRESS AMERICA

El irresistible encanto de una generación viviendo la adolescencia infinita

Mistress America

Es una lástima que la etiqueta “indie” haya quedado tan difusa en tan poco tiempo. Apenas sirve ya para denominar a un tipo de películas que, lejos de ser verdaderamente independientes de las grandes compañías, su significado original, simplemente son cintas de coste reducido protagonizadas por jóvenes perdidos en ambientes urbanos. Y es una lástima porque el cine del director y guionista Noah Baumbach bien merece esta etiqueta, bien entendida.

A pesar de sus escasos 45 años, Baumbauch es responsable de los guiones de más de una docena de películas que dejan huella. Ahí están sus colaboraciones con Wes Anderson en las singulares Life Aquatic (2004) o Fantástico Mr. Fox (2009). Aunque su trabajo como director es menos llamativo que el del obsesivamente simétrico Anderson, sus cintas no son ni mucho menos despreciables. Entre otras, nos ha entregado una maravillosa disección familiar llena de emociones contradictorias en Una historia de Brooklyn (2005); la más arriesgada y antipática interpretación de Nicole Kidman en Margot y la boda (2007); y el retrato una mujer perdida entre la adolescencia y la madurez con Frances Ha (2012).

Crítica

Es precisamente con esta última, Frances Ha, con la que Mistress America tiene importantes coincidencias. No sólo porque en ambas coincidan protagonista y co-guionista, Greta Gerwig, sino porque temáticamente viene a ser una secuela no declarada de aquella.

En esta ocasión, Lola Kirke interpreta lo que el personaje de Frances Ha fue en su película, una joven recién llegada a la gran ciudad para cursar estudios universitarios que ante un inmenso mundo de posibilidades no encuentra satisfacción en nada de lo que hace. Para salvar esa melancolía de la abundancia llama por compromiso a su futura hermanastra Brooke (interpretada por Gerwig) en la que encuentra un espejo al que mirarse. No es que Brooke tenga una vida ejemplar, pero viene a ser Frances Ha después de haber logrado desenvolverse unos años en la vorágine urbanita.

Brooke, al igual que hacía Ha, suple con toneladas de entusiasmo y actitud todas las carencias que una vida algo errática le ha proporcionado: vive ilegalmente en un almacén, tiene trabajos esporádicos de lo más variados y un utópico proyecto de restaurante, peluquería y coworking en el que la gente se sienta confortable y nunca se marche para el que busca financiación.

Mistress America pierde el blanco y negro de su predecesora para dar lugar a una película más coral, una especie de vodevil indie divertido y espontáneo, que sigue retratando con gran acierto ese periodo vital que ha quedado entre los veintimuchos y los cuarentaypocos donde la inmensa libertad de la que se goza en la actualidad impide tomar decisiones sensatas.

La película está sostenida por el irresistible gracejo y encanto de Gerwig, que entiende de maravilla la controvertida vitalidad de su personaje perdido en una encrucijada de decisiones sólo válidas en su buen ánimo. No muy atrás se queda la más joven Kerkik que hace lo propio con su personaje, dándole la distancia justa frente a Brooke, a la que primero admira y luego compadece tras analizarla en un relato para un concurso literario, texto que funciona hábilmente como punto de giro en el guión.

Ojalá que la simbiosis entre Gerwig y Baumbach continue en más películas. Puede que sea inconsciente y sólo estén escribiendo filmes para vender a un público muy determinado, incluso sirviéndoles patrones de comportamiento y formas de vestir para luego reproducir en selfies durante los fines de semana. Pero detrás de esos guiones cómicos y enternecedores hay una instantánea sociológica, el retrato de una generación que, a diferencia de las anteriores, no se ha visto obligada a luchar contra nada para definirse y han terminado perdidos en una adolescencia infinita.

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