
Estamos de enhorabuena. Por fin se celebra en Madrid una muestra de cine chino que nos trae lo más variado y novedoso de la cinematografía de aquel país. No es que estemos escasos de estrenos de cineastas chinos, el problema es que nos llegan puntualmente sólo los de aquellos cineastas consagrados que, muchas veces, ya hacen cine pensando en el mercado occidental.
Pero a poco que se observe, y en España tenemos muchas oportunidades de hacerlo por la creciente afluencia de ciudadanos e inversiones chinas, la realidad de aquel lugar es inmensamente múltiple. Mucho más de lo que representan los estrenos que nos llegan.
Una de esas miradas podría ser la del cineasta primerizo Gan Bi. Nacido en la ciudad de Kaili, situada en una frondosa región del sudoeste de China, su filme Kaili Blues ha sorprendido en varios festivales logrando premios destacados que señalan su singularidad.
Y ha sorprendido no sólo por el notable resultado final, sino tras conocer las condiciones con las que se ha construido la película: una producción paupérrima, casi doméstica, financiada familiarmente y que encierra un plano secuencia de 40 minutos rodado al segundo intento… e inspirado en los reportajes de boda de su director de fotografía.
Carteles
Crítica
Es difícil contextualizar una película china de estas características, no sólo por el desconocimiento al tratarse de una ópera prima, sino también porque las primeras imágenes que se vierten en ella no hacen referencia a otras cintas compatriotas que nos sean familiares. Ni siquiera la forma de hablar de sus personajes o su paisaje, una frondosa China interior que no estamos acostumbrados a ver.
Sus primeros minutos mostrando el deprimido modo de vida de los habitantes de Kaili parecen llevarnos hacia un retrato social, quizá una denuncia. Sin embargo, la belleza de los encuadres, la atención a detalles que contradicen la referencia visual hiperrealista (los relojes dibujados, los espejos, los trenes imaginarios, la voz en off…) termina por situar al espectador en un terreno onírico, poético, cuyo referente más conocido quizá sea el del cineasta tailandés Apichatpong Weerasethakul.
Bi consigue un milagro conforme avanza su película: lograr que la narración subyacente sobrepase en significado a la primaria, a la habitual, a la que primero entendemos por las imágenes. Que la poesía devore a la realidad en la trama de la película. Esto, que pudiera ser fruto de la casualidad en un cineasta primerizo, es un acto narrativo consciente. Y probablemente, muy meditado.
La gran prueba de ello, de ese efecto narrativo buscado donde puedan convivir realidad y subsconsciente, estado físico y mental, es ese imperfecto pero prodigioso plano secuencia de 40 minutos.
Bi encuentra en ese plano secuencia el artefacto perfecto para someter al espectador a la fusión de espacio-temporal que vive el protagonista en su viaje, en su sueño. La explicación a la cosmogonía que intuye en su poesía recitada mentalmente, nunca escrita. Cosmogonía que se anuncia en los versos al inicio de la película: “No importa cuántos son los seres vivos en la tierra de Buda. Porque como mentes particulares no son reales, son formas de expresión convencional. ¿Y por qué? Porque es imposible aprender estados mentales pasados, presente y futuros, ya que ninguna de sus actividades de la mente es sustancia o existencia”.
No hay relato en Kaili Blues. O es mínimo, una excusa conductora pero irrelevante. Kaili Blues es la puesta en escena de una sensibilidad, de una interpretación de la existencia, la que nos explica que el tiempo y el espacio, los trenes y los relojes, son una misma cosa.
Tráiler
