
La trilogía de El Señor de los Anillos ha supuesto varios hitos para el cine de los últimos años. Uno de los más importantes es ajeno al espectador, aunque disfrute de sus resultados. Se trata de que, por primera vez, una trilogía se realizó y concibió como una sola película.
Los resultados son evidentes. La homogeneidad de las tres películas es notable, tanto en estilo como en continuidad actoral y progresión dramática. Ese logro de eficiencia en la producción ha terminado por crear un estándar que permite afrontar estos proyectos de un modo más rentable, y que rápidamente ha sido adoptado por otras sagas: Crepúsculo, Harry Potter…
Hay un segundo logro, más insólito que el anterior. La trilogía bisutera ha puesto a Nueva Zelanda en el mapa de la industria cinematográfica, un destino muy tenido en cuenta desde entonces por las grandes productoras para llevar a cabo sus proyectos.
Era entonces inevitable que las mismas compañías Warner Bros, Metro Goldwyn Mayer y New Line Cinema propusieran a Peter Jackson repetir la operación dado el tremendo éxito e influencia conseguidos. Y más cuando hay un material de la misma naturaleza dispuesto a ser devorado por espectadores de todo el mundo: la novela El Hobbit de J.R.R. Tolkien. Y puesto que dejar pasar mucho tiempo entre ambas adaptaciones era imprudente, fue Guillermo Del Toro el primer designado como director y mientras Jackson ejercería como productor. Ambos, hoy día, son dos auténticos oráculos en Hollywood, no sólo con sus propias películas sino con cualquier cinta que produzcan o apadrinen. Ahí están sus apuestas por J.A. Bayona (El orfanato, 2007) o Neill Blomkamp (Distrito 9, 2009).
Crítica
Problemas financieros en la MGM transformaron las dos películas iniciales en un nueva trilogía, asumiendo finalmente Jackson su ejecución. Y a juzgar por lo visto en este primer estreno, el resultado es bueno. El problema es que, al igual que Frodo Bolson al terminar su aventura, los espectadores ya no somos los mismos. La trilogía de los anillos fue una experiencia cinematográfica que nos hizo crecer como espectadores, elevando nuestro umbral de satisfacción ante un espectáculo en el cine. Tras ella, el cine comercial habitual nos parece peor. Incluido El Hobbit.
Porque, aún siendo una gran película, El Hobbit tiene dos agravantes: el primero, que repite milimétricamente una estructura narrativa que funciona de maravilla, metiendo al espectador en una yincana de secuencias estimables, pero que ya no sorprende; el segundo, que no tiene una peripecia del protagonista del calibre de la que vivimos con Frodo, esa relación subconsciente con el anillo, que Bilbo Bolson no padece.
Ambos puntos resultan factores de desenganche para quiénes hemos esperado esa emoción en esta nueva película. Pudimos identificarnos con la epopeya personal de Frodo en su mezcla de valentía, inquietud, transformación y miedo… pero nos cuesta engancharnos con Bilbo. Quizá sean estos dos motivos los que, una vez finalizada la proyección de El Hobbit, el público emite ese juicio de valor tan taurino: el silencio.
El Hobbit satisface y se estima su gran calidad pero no emociona, no arranca la admiración ni el aplauso. Aún quedan dos oportunidades donde corregir este defecto ya que el crédito conseguido por sus creadores es amplio. Y también para acallar a quiénes alegan que tres películas es demasiado para una novela de trescientas páginas recordándoles que existen películas inolvidables cuyo origen es la simple noticia de un periódico.
