Él es el enfant terrible de Hollywood que ha dirigido casi 30 películas, pero lo más probable es que Paul Schrader siempre esté asociado con dos trabajos como guionista de sus primeros días, Taxi Driver y Toro salvaje. Ambas películas legendarias que dominan una carrera que también incluye American Gigolo, The Walker y El reverendo, todas las cuales escribió y dirigió. Y la último, El contador de cartas, es una poderosa adición a la lista.
El jugador William Tell (Oscar Isaac) es un enigma andante. Su estilo gris anónimo y su rostro impasible disfrazan un pasado oscuro, que involucra la prisión y un servicio militar desgarrador. Ahora vive una vida solitaria, casi estéril, haciendo lo único que le interesa: jugar a las cartas. Pero cuando Cirk (Tye Sheridan) le pide ayuda para vengarse de un oficial militar retirado, Tell ve ayudarlo como una oportunidad para una redención personal. A medida que los dos viajan de un juego a otro en una serie de póquer, esa redención siempre parece estar al alcance de la mano y el jugador descubre que lo llevan cada vez más a la oscuridad de su pasado.
Crítica
La redención es un territorio familiar para Schrader. En El reverendo, el sacerdote protagonista trata de aliviar su culpa por su vida pasada abrazando el ambientalismo. El pasado atormenta de manera similar a Tell, incluso si su exterior no revela nada a nadie, y mucho menos a sus oponentes en la mesa de juego.
Su horrible pasado está marcado de forma indeleble en su mente: su servicio militar implicó un tiempo como interrogador en la famosa prisión de Abu Ghraib y todo lo que ello conllevó. La pesadilla viviente tanto para los detenidos como para los soldados se retrata a través de los ángulos deformados de una lente de ojo de pez en constante movimiento, sin detenerse ni un segundo para enfocarse en algo en particular, pero creando un lienzo de suciedad y ruido que destruye el cerebro. No es de extrañar que el régimen y el orden comparativo de la vida en prisión fueran más del gusto de Tell y que la oportunidad de redimirse ayudando a Cirk tenga un atractivo poderoso. Pero las cosas nunca son tan sencillas.
Junto a esas inquietantes imágenes del pasado, Schrader y su reciente director de fotografía preferido, Alexander Dynan crean una segunda pesadilla, una de estridente uniformidad y esterilidad. Todos los hoteles y casinos que albergan el torneo de póquer tienen exactamente el mismo aspecto: los mismos uniformes, las mismas luces de neón, la misma atmósfera sin aire. Y la misma gente, todos comenzando con grandes esperanzas de ganar, pero sabiendo que solo un puñado de ellos llegará al enfrentamiento final.
La desesperación que impregnaba los maratones de baile en Danzad, danzad, malditos está apenas por debajo de la superficie. Pero el protagonista de El contador de cartas, sin embargo, puede disolverse entre la multitud, emergiendo solo cuando necesita jugar su mano ganadora. Es una jugada magnífica, llena de disciplina y cansancio del mundo, pero con sentimientos que comienzan a emerger lentamente a medida que se desarrolla la historia. La detectora de talentos encarnada por Tiffany Haddish, quien se convierte en su “representante”, lo descubre por sí misma, en una actuación que pone el contrapunto romántico a la historia y muestra que hay más en ella que simples papeles de comedia.
El contador de cartas funciona como un mecanismo severo, como lo son todas las películas del calvinista Schrader. Nunca sus historias son cómodas ni sus personajes simples, pero en todas transitan un problema soterrado y urgente que los convierten no solo en algo fascinante sino en algo hipnótico. Y es lo que conmociona cuando se libera.