Distancia de rescate está basada en el libro más vendido de Samanta Schweblin y es un colaboración entre Chile, España y Estados Unidos que hace referencia en su título a la proximidad que una madre necesita tener con su hijo para tener la confianza de poder rescatarla de cualquier peligro.
Se trata del tercer largo de la cineasta peruana afincada en España Claudia Llosa donde recayó para estudiar cine en un máster de guión en la Escuela de Artes TAI tras su formación inicial como cineasta. Con esta nueva película Llosa se enfrenta a un giro en su carrera sin abandonar las temáticas que le preocupan, tanto por la adaptación de un material ajeno como por adentrarse en el cine de género y de largo alcance popular por su distribución en Netflix.
Crítica
Ambientada en la Argentina rural (aunque filmada en el norte de la Patagonia, Chile), la directora demuestra sus conocimientos sólidos en guion de cine al proponer al espectador una trama no lineal que, además, entremezcla elementos místicos con la realidad. Un ejercicio realmente complejo donde Llosa pone en juego toda su pericia como cineasta ya demostrada en títulos como La teta asustada (2009) o No llores, vuela (2014).
En su narración, una española adinerada deja a su esposo y se va de vacaciones a visitar a su padre argentino con su pequeña hija. Allí se hace amiga de una vecina, Carola (Dolores Fonzi), que lleva a su padre baldes de agua debido a la contaminación del río. Carola tiene un niño enfermo de 12 años que casi muere por beberla, al que nota cambiado tras el suceso. Influenciada por la curandera local (Cristina Banegas) accede a un rito que logre eliminar el veneno.
Tras una impactante escena inicial que funciona como anzuelo y clave para entender el territorio en el que se va a mover la película, asistimos a un itinerario de experiencias, complicidades y temores compartidos entre dos mujeres sobre sus hijos. Y es en la visibilidad de esos momentos donde comparten una fragilidad común donde mejor funciona una trama que se mueve por momentos en terrenos desafiantes para el espectador.
De gran ayuda resulta la conmovedora música de Natalie Holt a introducirnos en ese viaje espiritual, así como las sugerentes imágenes del director de fotografía Oscar Faura que saben transitar por una realidad entreverada de creencias como entre los seres oníricos y bestiales que las habitan.
La película aprovecha magníficamente los temores que las madres puedan tener acerca de que su hijo se convierta en alguien a quien quizás algún día no reconozcan o aprueben. Un concepto literario difícil de plasmar en una película, pero para el que Llosa logra combinar adecuadamente interpretaciones y acabado formal transmitiendo esa complejidad emocional al espectador.